La primera vez que la vi, fue cuando tenía a penas 5 años, quizás había ocurrido muchas otras veces, pero en esta oportunidad los adultos no podían ocultarla, ella había llegado, y aunque con curiosidad e ingenuidad la admiré y creí gloriosa, no sabía que venía para quedarse…
A de ser porque mi familia es numerosa, o porque somos fuera de lo común que nos ha visitado periódicamente. En principio fueron visitas distanciadas por 6 u 8 años, luego 5 y ahora son más constantes… entre 2 y 1 año.
Las demás visitas eran cercanas, la veía pasar con una sonrisa, como si estuviese extasiada por su trabajo y cumplir con su encargo fuese la mayor satisfacción. Sus visitas comenzaron a incomodarme, ya no era admiración, ya no era gloriosa… se convirtió en una visita indeseada, de esas que llegan de repente, inoportunas, metiches, de las que no puedes esconderte. Llegó a ser tan irrespetuosa que sedujo a niños, adolescentes, adultos y ancianos por igual. Me sentí acosada, me estaba quedando sola, me está dejando sola.
No puedo evitar su presencia. Le he preguntado si podemos hacer un pacto, yo me voy con ella sino causa más sufrimiento en mi familia, pero no ha aceptado, dice ser incorruptible.
Podría hacer un chiste y decir que “compramos todos los boletos premiados”, porque así lo siento, saltamos uno que otro número pero siempre nos toca a nosotros… Fe, conformidad, Dios… amor por lo parientes que quedan, por la vida… son razones para soportar el dolor, más las heridas no sanan, las ausencias no se borran, y el deseo de haber podido hacer más, es impotencia que carcome el alma.
Cada vez que ha tocado a mi puerta, se ha llevado algo de mí, dejándome cada vez más débil e indefensa. Ya no tengo medios para eludirla, para ignorarla… sólo llega, algunas veces de improvisto y otras veces con sobrada anunciación. Sus saludos son advertencias que aterran mi ya cansado corazón.
Le temo, tengo terror de volver a verla. Se ha llevado mi luz, mi fuerza, mis razones… no quiero conformidad, no quiero entender que así es como debe ser. No hay justificación que valga cuando la muerte entra intespectivamente en tu casa.
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A de ser porque mi familia es numerosa, o porque somos fuera de lo común que nos ha visitado periódicamente. En principio fueron visitas distanciadas por 6 u 8 años, luego 5 y ahora son más constantes… entre 2 y 1 año.
Las demás visitas eran cercanas, la veía pasar con una sonrisa, como si estuviese extasiada por su trabajo y cumplir con su encargo fuese la mayor satisfacción. Sus visitas comenzaron a incomodarme, ya no era admiración, ya no era gloriosa… se convirtió en una visita indeseada, de esas que llegan de repente, inoportunas, metiches, de las que no puedes esconderte. Llegó a ser tan irrespetuosa que sedujo a niños, adolescentes, adultos y ancianos por igual. Me sentí acosada, me estaba quedando sola, me está dejando sola.
No puedo evitar su presencia. Le he preguntado si podemos hacer un pacto, yo me voy con ella sino causa más sufrimiento en mi familia, pero no ha aceptado, dice ser incorruptible.
Podría hacer un chiste y decir que “compramos todos los boletos premiados”, porque así lo siento, saltamos uno que otro número pero siempre nos toca a nosotros… Fe, conformidad, Dios… amor por lo parientes que quedan, por la vida… son razones para soportar el dolor, más las heridas no sanan, las ausencias no se borran, y el deseo de haber podido hacer más, es impotencia que carcome el alma.
Cada vez que ha tocado a mi puerta, se ha llevado algo de mí, dejándome cada vez más débil e indefensa. Ya no tengo medios para eludirla, para ignorarla… sólo llega, algunas veces de improvisto y otras veces con sobrada anunciación. Sus saludos son advertencias que aterran mi ya cansado corazón.
Le temo, tengo terror de volver a verla. Se ha llevado mi luz, mi fuerza, mis razones… no quiero conformidad, no quiero entender que así es como debe ser. No hay justificación que valga cuando la muerte entra intespectivamente en tu casa.
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